Relatos de Ficción

20090109

Relatos de ficción IX

Pronto aseguré que su mano no se apartara de mi rostro; fueron tantas las despedidas anteriores que un temor inexorable hizo sucumbir mi maltrecho orgullo ante la simple imagen de su partida. Sin embargo mi cara recobraba el color y mi cuerpo el calor al sentir su otra mano sobre mi pecho que agitado percutía. Mis labios reaccionaron buscando los suyos pero la estocada fue certera al ver como su rostro giraba para evadir el beso que daría sosiego a mi alma. Ante esto, solo alcancé a cerrar los ojos y abrazándole besé sus cándidas mejillas mientras la resignación de otros tiempos retomaba su lugar en mí y las mismas absurdas ideas se asomaban inquietas esperando una señal para danzar furibundas en mi cabeza. Pero mientras se prolongaba el momento, su dulce aroma hizo consenso con mis sentidos y ese agudo dolor fue reemplazado por la tranquilidad que significó la dicha de tenerla en mis brazos una vez más.

Con la valentía de un ejército que de pié y altivo se enfrenta a la ineludible derrota la aparté suavemente y regresé a mi cama, no sin antes hundirme en sus cabellos para llenarme de su esencia. Acostado, di mi espalda a la puerta por la que saldría por vez última; la simple idea hacía añicos mis entrañas. Empecé a recordar todas las veces que la vi partir, o las otras tantas que abandoné la habitación dejándola inmersa en un plácido sueño, y justo cuando venía a mi mente las inolvidables mañanas que nos alcanzaban entrelazados, con el sol acariciando nuestros cuerpos y nuestros alientos convergiendo pasivos, sentí de nuevo su presencia a mi lado aferrada a mi maltrecha espalda. Volteé mi cuerpo para descubrir su sollozante rostro; acto seguido tomó mi mano y la llevó a su pecho que entregaba una dulce percusión que fue cediendo lentamente ante su somnolienta condición.

Aunque faltaban par de horas para el amanecer el sueño se alejó de mi rostro y dediqué cada segundo en detallar su rostro en la penumbra de esa noche de luna llena, hasta que una claridad bañó las paredes del cuarto y entregó a mi vista cada pincelada de su silueta envuelta en sus ropas de viaje, y con esos rayos la claridad también embargó mi espíritu. Sonriente, besé su frente y me rendí a un profundo sueño en el que la eternidad nos alcanzaba justo así, inertes y completos, tranquilos y felices; afuera el invierno azotaba los arboles que luchaban de pie a sabiendas que la primavera les retornaría la majestuosidad y la belleza, y que pronto bajo sus ramas los amantes escaparían del ardiente verano.

Al despertar un esperado vacío ocupaba su lugar. La habitación aún conservaba su aroma y los objetos recobraban sus formas en la avanzada mañana. Aunque el dolor había desaparecido, mi cuerpo resentía los pesares de mi alma que taciturna asimilaba su partida; un letargo plagado de insensibilidad era la respuesta a tan intensa jornada. Recobré mis fuerzas a punta de recuerdos, y me llené de anhelos para obligarme a salir de la habitación. Vagas sonrisas plagaron mi rostro al recordar sus maneras, y cientos de suspiros escaparon ante el recuerdo de sus formas y fue entonces cuando…

…la hermana del omnipresente escritor de este relato llegó a casa, y le ofreció a este una suculenta "Reina Pepiada" la cual devoró a pesar de su llenura. Al regresar frente a su pantalla, este cambió la inspiración por el sueño, quedando en deuda con el escrito y sus posibles lectores.